Viloni tenía pelo largo, era morocho, pendejo, no gordito pero sí blando, vestía de negro y se le notaba que todavía no le salía mucha barba. Su novia se pasaba el día en pantuflas, estudiando o vaya uno a saber, en su altillo. Juntos formaban La Pareja Mantita: no había noche que no se sentaran en el sofá, abrigados por un polar bordó, a mirar la tele o una película (más la tele).
Me gustaría pensar que se tocaban bajo la mantita, pero no creo.
Una noche, después de mucho leer, me levanté para una úlitima visita al vecé. Me sorprendió que la puerta estuviera con cerrojo, porque no había oído a nadie. Insistí un par de veces, tengo ese reflejo, no sé por qué, creo que no me acostumbro a que las puertas andan bien, todas, encajan todas bien, no están trabadas porque hay humedad, ¡hay alguien adentro! Dominé el reflejo y solté el picaporte al mismo tiempo que del otro lado me abría la puerta Viloni, me miraba espantado, murmuraba algo en inglés y cerraba la puerta.
El funcionario de la Oficina de Extranjeros ya había dejado establecido que debíamos tener un contrato de alquiler para nosotros solos, que no podíamos compartir departamento con otras personas (lo que acá se llama WG), porque entonces no seríamos una familia. Menos mal que ahora estamos en nuestra propia vivienda unifamiliar y se acabó esa asquerosa promiscuidad.
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