El miércoles salimos decididas a comernos Roma cruda. Visitamos el Coliseo, que me hizo pensar mucho en mi profe de Latín, la mejor docente que tuve en la vida, puedo decir, y eso que tuve buenos.
De ahí nos tomamos un bondi en dirección al Vaticano, pero cambiamos de bus en Piazza San Silvestro y aprovechamos para comer: los restoranes con mesas en la calle rodeados de plantas y flores invitan a parar a cada paso. De ahí, ahora sí, con la panza llena pero liviana (porque pedimos ensalada y acá son sólo un primer plato, ojo el turista que viene de Alemania donde la ensalada es para compartir), encaramos hacia la Santa Sede. Yo me resistía, pero mi tía Ana insistió y no me dio el corazón para decirle que no. Una gigantografía del recientemente beatificado Juan Pablo II dominaba la Plaza de San Pedro. La cola para entrar a la Basílica daba la vuelta a casi toda la plaza. No la hicimos. Con la horita de cola para entrar al Coliseo había sido suficiente. En cambio, nos fuimos a recorrer los bizarrísimos negocios de merchandising papal de los alrededores.
Volvimos a pie y así como el día anterior habíamos encontrado de casualidad el Pantheón, nos pasó lo mismo con Piazza Navona, donde protagonicé un sentido reencuentro con el helado de verdad (lo siento, Fontanella, tenía que decírtelo).
Nos dedicamos durante horas a vagar por callecitas angostas y meternos en cuanto negocio nos llamara la atención, y Roma es el lugar ideal para hacerlo. Como tía y sobrina, disfrutamos mucho de mirar ropa, entrar a los probadores, opinar, meter fichas para que la otra se decida y compre. Aunque tengo que confesar que más que comprarme, me dejé comprar. Sólo llevamos tres días de viaje y ya mi valijita acusa la generosidad de la tía. Tuve que hacer un gran trabajo conmigo misma para dejarme mimar de esta manera. Estoy muy acostumbrada a la pobreza y la autosuficiencia, y ya no soy lo primero ni quiero ser más lo segundo.
La noche nos encontró otra vez en los alrededores de Piazza Navona, donde cenamos en un restorán rídiculamente llamado Old Bear, donde sirven una lasagna de berenjena y queso ahumado que recomiendo con fervor. Además, no nos fajaron para nada. Roma es caro, atención. Y repito, algunas porciones son chicas, porque acá hay costumbre de comer primer y segundo plato.
Dos cosas hay a montones en Roma: motos y sotanas.
También hay suciedad, ruido, besos apasionados, puteadas, gestos ampulosos, bocinazos, risas. Lo que no hubo fue ningún "¿Argentina? ¡Maradona!", lo siento, dorima.
Les dejo de yapa, un Space Invader:
Qué bien le sienta Italia a mi jermu.
ResponderEliminarRezar, amar no sé qué más es la película que josé está buscando para graficar el viaje...una especie de thelma y louise, viaje iniciático pero new age (e individual, obviamente). Incluye Roma, pasta, pizza y estereotipo italiano a más no poder.
ResponderEliminaryo no quiero decir nada, pero mientras vos haces todo esto tu marido ve partidos de fútbol a la madrugadas.
ResponderEliminarmi pto de vista es que él se quiso revelar y dijo "anda sola yo me quedo en casa". medio que a vos no te cabía mucho la idea, pero no te opusiste y ahora él se quiere matar.